J.D.Salinger

¿Sabes lo que me gustaría ser? ¿Sabes lo que me gustaría ser de verdad si pudiera elegir? (...) Muchas veces me imagino que hay un montón de niños jugando en un campo de centeno. Miles de niños. Y están solos, quiero decir que no hay nadie mayor vigilándolos. Sólo yo. Estoy al borde de un precipicio y mi trabajo consiste en evitar que los niños caigan a él. En cuanto empiezan a correr sin mirar adónde van, yo salgo de donde esté y los cojo. Eso es lo que me gustaría hacer todo el tiempo. Vigilarlos. Yo sería el guardián entre el centeno. Te parecerá una tontería pero es lo único que de verdad me gustaría hacer. Sé que es una locura.

Helmut Newton

Helmut Newton

domingo, 27 de junio de 2010


Los banqueros se han hecho fuertes y engullen los marrón-glacés del minibar mientras yo paso la tarde desértica en el porche tarareando canciones de inspiración guerrillera en calzoncillos.

Los banqueros llevan ropa interior larga de algodón, como el que escapa por la ventana del saloon cuando le han acribillado la puta a balazos. Alguien les ha tirado la puerta abajo y se han escapado por la ventana, indignos pero con vida, y la puta eramos nosotros, que habíamos puesto empeño en joder como Dios manda, por si al caballero otro día le daba por repetir, y ahora no volveremos a hacer el amor en la habitación del desvigo de nuestras madres, que era tranquila y silenciosa.

Los banqueros se han bebido todo el whisky, con excelentes modales, y luego han meado en los abrevaderos de todo el pueblo para que nosotros que queremos a nuestro caballo, nos lo llevemos a buscar agua a los desfiladeros.

Los banqueros tienen el oro, y el ferrocarril, y las pieles, y el petróleo que empieza a manar de la tierra como un vino dulce de algas, pero ahora los tenemos en calzoncillos corriendo por entre los tejados, y el pastor está durmiendo y nos perdonará los pecados, ¡por el amor de Dios!

Nos hemos dejado los Colt en algún paragüero olvidado. Otras dos décadas practicando los domingos con los cáctus de la finca.

Otros veinte años de generaciones sin cojones ni pecados significativos.
Alberto García-Alix

Noche del sábado al domingo.

El centro de Madrid es un enorme navío conducido por cientos de chimpancés crecidos en cautividad que pretendiendo cabalgar sobre las olas no hacen sino enfrentarlas por los extremos más debilitados. Parece que hay más miedo en avistar tierra firme que en seguir destrozando el barco noche tras noche hasta que no quede nada. Tenemos los cadáveres de nuestros padres muertos sobre la cubierta, y parece que ésto dota a nuestra aventura de mayor enjundia, pero todo el mundo sabe que el peso de los muertos desequilibra a los barcos, mientras que el de los vivos mantiene en vilo la agonía.

Ahora empiezo a odiar las noches en cubierta por la misma razón que antes odiaba las noches en el camarote. Es mejor, ya que no tienes ni idea de cómo navegar a oscuras, dormir con la lámpara encendida y corregir el rumbo de día, que tratar de unir constelaciones-guía en un cielo iluminado por la luz de las ciudades, equívoco, claro y malintencionado.

miércoles, 23 de junio de 2010


Leo de pasada en un periódico gratuito que L'osservatore romano (periódico no gratuito de la Santa Sede) publica un orbituario sobre José Saramago a las 24 horas de su muerte, que titula La omnipotencia (relativa) del narrador, en el que ataca duramente su intromisión en los asuntos teológicos, banalizándolos en nombre del materialismo libertario. Por lo visto el Vaticano ya no guarda los lutos, celebra las muertes de los marxistas como si fueran enemigos de la biología.

Me interesa sobre todo el título del artículo, así que busco en internet para ver si lo puedo leer, aunque sea en italiano. No lo encuentro, pero sí leo otro artículo del udinese Paolo Flores d'Arcais en defensa de Saramago en el que trascribe unas líneas del artículo de L'osservatore en donde se critica el tono narrativo del escritor que me llaman la atención: un tono de inevitable apocalipsis con un presagio perturbador que pretende celebrar el fracaso de un Creador y su creación.

Lo que me llama la atención de todo ésto es que el Vaticano parece fortalecer involuntariamente con sus apuntes la esencia de la literatura más notable, la que no se somete a los designios de una autoridad, ni siquiera a los designios del inevitable apocalipsis. Qué gran título podría ser ese de La omnipotencia (relativa) del narrador , porque se trata fundamentalmente de eso, de presenciar cómo la literatura, que es contraria a la vida, que es a la vez también contraria a la muerte y por tanto contraria a todos los designios e intenciones últimas del arrepentido narrador, sin embargo subsiste a través de él, incluso a su pesar.

D.E.P.

viernes, 18 de junio de 2010


Supongo que nunca he sido un gran científico, me quedo siempre en lo anecdótico. Si me disfrazas al perro con unas telas curiosas me creeré que estamos haciendo antropología en los confines chinos del salón, al lado del jarrón del mercadillo. El asombro lo tengo avanzadísimo, en eso no me gana ninguno de estos científicos domésticos prescindibles de los que me siento sitiado día a día. Pero es que a mí la ciencia hay que hacérmela entretenida, con títeres, carteles o algo, que si no prefiero irme a fumar a la barandilla.

Lo que me parece interesante es que a base de haber sobrellevado la ciencia del número perezoso con libros de caballerías, ahora resulta que entro en los pasillos de la ciencia, cojo lo que quiero en la despensa, y salgo con las manos a tono para hacer algún truco de magia fácil con huevos y pistachos.

Últimamente manejo al número, no ha sido fácil; para bien manejarlo hay que aprender también a dejarlo de lado. Es un poco como el pobre gordo de la clase que juega de portero, tú le dejas ahí entre los tres palos comiéndose el bocadillo, engordando para tapar más hueco y aunque a corto plazo es una faena que se olvide del esférico mientras le quita el amarillo al jamón, luego te cubre la portería entera y todo ha sido legal, a base de trabajo diario y marginación ya no te marcan ni un solo gol.

La ciencia es un bocadillo para gordos, y un gordo, a su vez, que crece y crece. Y nosotros somos chavales de escuela que nos merecemos dos hostias de hermano mayor. Pero luego de las dos hostias veo ésto y me da pena, y me acerco al gordo porque a su modo también me parece un héroe y hasta un caballero, y resulta que me hago amigo de la ciencia a fuerza tan solo de observar lo que pasa en el patio.

Yo que creía que íbamos a echar de menos a las mujeres, a ver si va a ser cierto que a quien echamos de menos de verdad es al gordo.

miércoles, 16 de junio de 2010

VI. MACEDONIO FERNÁNDEZ

"Varias veces emprendí el estudio de la metafísica, pero me interrumpió la felicidad".
Macedonio Fernández

Me tropiezo en mis idas y venidas por la red con las palabras de homenaje de Jorge Luis Borges ante la tumba de su buen amigo Macedonio Fernández que me conmueven. Parece que la mañana gris hubiera pasado la noche sumergida debajo del agua. Parece que al emerger todavía tosiera y temblequeara, consciente de haberse salvado por muy poco.

Un filósofo, un poeta y un novelista mueren en Macedonio Fernández, y esos términos, aplicados a él, recobran un sentido que no suelen tener en esta república.

Filósofo es, entre nosotros, el hombre versado en la historia de la filosofía, en la cronología de los debates y en las bifurcaciones de las escuelas; poeta es el hombre que ha aprendido las reglas de la métrica (o que las infringe, ostentosamente) y que sabe, también, que puede versificar su melancolía, pero no su envidia o su gula, aunque tales pasiones sean fundamentales en él; novelista es el artesano que nos propone cuatro o cinco personas (cuatro o cinco nombres) y los hace convivir, dormir, despertarse, almorzar y tomar el té hasta llenar el número exigido de páginas.

A Macedonio, en cambio, como a los hindúes, las circunstancias y las fechas de la filosofía no le importaron, pero sí la filosofía. Fue filósofo, porque anhelaba saber quiénes somos (si es que alguien somos) y qué o quién es el universo. Fue poeta, porque sintió que la poesía es el procedimiento más fiel para transcribir la realidad. Macedonio, pienso, pudo haber escrito un Quijote cuyo protagonista diera con aventuras reales más portentosas que las que le prometieron sus libros. Fue novelista, porque sintió que cada yo es único, como lo es cada rostro, aunque razones metafísicas lo indujeron a negar el yo. Metafísicas o de índole emocional, porque he sospechado que negó el yo para ocultarlo de la muerte, para que, no existiendo, fuera inaccesible a la muerte.

Toda su vida, Macedonio, por amor de la vida, fue temeroso de la muerte, salvo (me dicen) en las últimas horas, en que halló su coraje y la esperó con tranquila curiosidad.

Intimos amigos de Macedonio fueron José Ingenieros, Ignacio del Mazo, Carlos Mendiondo, Julio Molina Vedia, Arturo Múscari y mi padre; hacia 1921, de vuelta de Suiza y de España, heredé esa amistad. La República Argentina me pareció un territorio insípido, que no era, ya, la pintoresca barbarie y que aún no era la cultura, pero hablé un par de veces con Macedonio y comprendí que ese hombre gris que, en una mediocre pensión del barrio de los Tribunales, descubría los problemas eternos como si fuera Tales de Mileto o Parménides, podía reemplazar infinitamente los siglos y los reinos de Europa. Yo pasaba los días leyendo a Mauthner o elaborando áridos y avaros poemas de la secta, de la equivocación, ultraísta; la certidumbre de que el sábado, en una confitería del Once, oiríamos a Macedonio explicar qué ausencia o qué ilusión es el yo, bastaba, lo recuerdo muy bien, para justificar las semanas.

En el decurso de una vida ya larga, no hubo conversación que me impresionara como la de Macedonio Fernández, y he conocido a Alberto Gerchunoff y a Rafael Cansinos Assens. Se habla de la irreverencia de Macedonio. Este pensaba que la plenitud del ser está aquí, ahora, en cada individuo, venerar lo lejano le parecía desdeñar o ignorar la divinidad inmediata; de ese recelo procedieron sus burlas contra viejas cosas ilustres.

Los historiadores de la mística judía hablan de un tipo de maestro, el Zaddik, cuya doctrina de la Ley es menos importante que el hecho de que él mismo es la Ley. Algo de Zaddik hubo en Macedonio. Yo por aquellos años lo imité, hasta la transcripción, hasta el apasionado y devoto plagio. Yo sentía: Macedonio es la metafísica, es la literatura. Quienes lo precedieron pueden resplandecer en la historia, pero eran borradores de Macedonio, versiones imperfectas y previas. No imitar ese canon hubiera sido una negligencia increíble.

Las mejores posibilidades de lo argentino —la lucidez, la modestia, la cortesía, la íntima pasión, la amistad genial— se realizaron en Macedonio Fernández, acaso con mayor plenitud que en otros contemporáneos famosos. Macedonio era criollo, con naturalidad y aun con inocencia, y precisamente por serlo, pudo bromear (como Estanislao del Campo, a quien tanto quería) sobre el gaucho y decir que éste era un entretenimiento para los caballos de las estancias.

Antes de ser escritas, las bromas y las especulaciones de Macedonio fueron orales. Yo he conocido la dicha de verlas surgir, al azar del diálogo, con una espontaneidad que acaso no guardan en la página escrita.

Definir a Macedonio Fernández parece una empresa imposible; es como definir el rojo en términos de otro color; entiendo que el epíteto genial, por lo que afirma y lo que excluye, es quizá el más preciso que puede hallarse. Macedonio perdurará en su obra y como centro de una cariñosa mitología. Una de las felicidades de mi vida es haber sido amigo de Macedonio, es haberlo visto vivir.

Marzo-Abril de 1952

sábado, 12 de junio de 2010

V. FEDERICO GARCÍA LORCA


Dos consejos de Federico García Lorca que ayer por la noche rescato de sus cartas y que me han dado ánimos hoy durante todo el día:

El disparate, si está vivo, es verdad; el teorema, si está muerto, es mentira. Carta a Sebastián Gasch. 1928

Lo pasas mal y no debes. Dibuja un plano de tu deseo y vive ese plano dentro siempre de una norma de belleza. Yo lo hago así, querido amigo... ¡y qué difícil me es!, pero lo vivo.
Carta a Jorge Zalamea. 1928

miércoles, 9 de junio de 2010


MIQUEL BARCELÓ

Barceló ya percibe en sus primeros años de Mallorca que va a pintar como caga el albatros, cubriendo los acantilados del lienzo de biología corrosiva. Al principio retrata su estudio, su biblioteca que se abre al mar a través de una ventana por donde caben las barcas y los pianos. No es todavía la pintura telúrica y amorfa que habrá de ser, pero pasa de la academia y se escapa a coger cangrejos, eso se ve desde el principio.

Luego en París "vuelve al Louvre como el animal al abrevadero", eso lo dice en sus diarios y pinta como si la tierra se hubiera tragado el museo, porque ya en él se ve efectivamente que la naturaleza va a tragarse la pintura, pintura que trata de disciplinar a la arcilla convirtiéndola en ánforas, que no la deja hablar tapando sus ecos con agua estancada de bidé.

Barceló está con la "Danza de la muerte" de Lorca:
El mascarón. Mirad el mascarón
como viene del África a New York. (...)

En la marchita soledad sin onda
el abollado mascarón danzaba.
Medio lado del mundo era de arena,
mercurio y sol dormido el otro medio.

El lado del sol dormido de la ciudad-pintura civilizada está despertando a la embriaguez de la arena. La selva todavía tendrá que invadir las bibliotecas y chuparle el agua a las tuberías.

Que ya las cobras silbarán por los últimos pisos.
Que ya las ortigas estremecerán patios y terrazas.
Que ya la Bolsa será una pirámide de musgo.
Que ya vendrán lianas después de los fusiles
y muy pronto, muy pronto, muy pronto.
¡Ay, Wall Street!

El mascarón. ¡Mirad el mascarón!
¡Cómo escupe veneno de bosque
por la angustia imperfecta de Nueva York!

Ya que no ha llegado el "muy pronto, muy pronto, muy pronto" lorquiano todavía, Barceló mira a África, al desierto que se mueve como los ríos, pero que cubre la pintura, que la entierra, en lugar de lavarla. El pintor encuentra un buen día un autorretrato olvidado en un rincón de su cabaña de Mali que, después de guardarlo durante veinte años, ha sido invadido por los hongos y por un nido de abejorros. Y parece que toda esta profecía se va cumpliendo en su mismo rostro, que la mano deforme de la naturaleza a través del pincel cubre ya catedrales y salas de oficinas, que naturaleza y pintura ya son una sola cosa y el artista solo un medio por donde trepar la yedra. Solo queda la destrucción y el olor a mango de la lava.

Cuando las termitas hayan devorado los museos. Cuando mis obras se hayan reducido a polvo. Si debe sobrevivir algún fragmento, ser hallado de nuevo, pido al cielo que sea una papaya abierta o la redondez de un vientre, y sobre todo que conserven algo del color (después de tanto tiempo) del fuego que me abrasa.

El insomnio, el viento que me arranca mis cuadros, el color y las horas de aburrimiento mortal. Y de pronto como un relámpago, una imagen, un olor, un algo que traspasa por un momento mi cuerpo, y una felicidad absoluta nunca conocida en otra parte.

Esto es el Mal de África.

DIARIO. Miquel Barceló.
4 de noviembre de 1994.

lunes, 7 de junio de 2010


No duermo. Planifico guerras todas las noches y luego las resuelvo diplomáticamente.

Hay un frío como de trinchera italiana por toda la habitación. Veo enormes mesas topográficas en el sitio de la cama y tacos de colores que son unidades de infantería avanzando sobre los Alpes y luego una pastorcica que se baña en el río en pelotas y que convierte el agua en leche de burra y a los generales que planifican el avance junto a mí en cerdos, como les pasa a los amigos de Ulises.

Nuestros amigos también son cerdos, pero pronto volverán a tomar la forma de intrépidos navegantes.

Eso J.A. lo sabe y se ríe de mí que escribo como el que está dando la vuelta al mundo, que no dice nada desde Tanzania a Bangladesh y de repente en Bután escribe sobre lo mal que huele su elefante. O sea alta literatura. Estamos encontrando nuestros aciertos, y después de mucho tiempo eso es difícil, es como darte cuenta que alguien te colgó en un bar una diana a la espalda para burlarse y que te has tirado todo un año haciendo el ridículo en los bares tratando de acertar con los dardos en la que estaba más lejos.

domingo, 6 de junio de 2010

Marc Chagall

Vuelvo de Maspalomas.

Lo mejor fue el último día cuando esperando a quien me llevara al aeropuerto tomo una cerveza en el piano bar. Estoy en la recepción de un apestoso resort y hay un pianista que se parece a Bebo Valdés y que se ha puesto a tocar Corcovado de Jobim mientras un banco de merluzos alemanes pasan por delante de él como si la música saliera en realidad de un altavoz que no se ve y estuvieran sometidos a la obligación de cruzar el océano de los resorts sin mostrar deferencia por nada, por miedo a ser devorados por los escualos. Yo aplaudo a cada canción, porque el silencio del hotel cuando termina el pianista de tocar es un silencio que me molesta, un silencio de impresora que imprime recibos y de camarero viudo que sigue picando hielo a pesar de que ésta era la canción favorita de su mujer. No tengo miedo a los escualos y voy disfrazado de pez mandarín. No tengo miedo a que el color me revele.

Este silencio se parece un poco al silencio del que vengo hablando en este blog. Como me he dado cuenta en seguida estoy haciendo compañía al pianista, que tiene cara de no estar muy a gusto, para que pueda seguir tocando una semana más sin sumergirse en el océano con pesos en los tobillos. Él también va disfrazado con una camisa rosa que probablemente odia. El color le ha dejado tirado en algún momento, pero yo sé que cuando llegue a casa le esperan sus cortinas de colores, esas que compró en un zoco de Tombuctú y que le vienen acompañando.

Creo que solo he visto otro tipo interesante en este viaje. El primer día voy a comprar tabaco al paseo marítimo, donde el faro. Hace calor. Un tipo pasea sin camiseta y tiene tres o cuatro cicatrices de heridas de bala en el pecho que se ha cubierto con crema de protección 50.

Mejor para el sol.