Hemingway ve un presagio de muerte en las cumbres nevadas y perpetuas del Kilimanjaro y yo veo un presagio de muerte cuando nieva encima de lo que sea. Los masai llaman a la cara oeste del Kilimanjaro "la casa de Dios", y si me paro a pensar en algo a lo que yo pudiera ponerle ese nombre, de verdad que no se me ocurre nada. Es llamativo que para los cristianos la naturaleza nunca sea "la casa de Dios", solamente los templos. Además da igual que sean feos o bonitos, porque cuidado que hay parroquias de barrio feas como un demonio, sobre todo esas iglesias pseudo-geométricas construidas por arquitectos ex-seminaristas de buena familia y formación alemana.
Al final va a ser verdad lo que dice Ratzinger, que el cristianismo ese de guitarra, bajo eléctrico pulsado con ternura y pandereta no existe, que eso es un teatrillo de barrio para maricones. Yo que, como decía Umbral, soy un viejo niño católico, creo que no sería un descreido si mis padres me hubieran llevado los domingos a templos de enjundia. Si tu oyes misa en Notre Dame todos los domingos, con ese órgano resinoso cacareando, creo que al final terminas creyendo en Dios, lo digo de verdad (todo el mundo sabe que Dios es un órgano y ya está). De esto me di cuenta en el último viaje a Roma en que escuchamos unos cánticos al atardecer dentro de la iglesia de la Trinitá dei Monti, la que corona las escalinatas de la Piazza de Spagna, unos cánticos magníficos; como un coro de velas las monjas cantaban de espaldas a todo el mundo y a mi me pareció de puta madre. Ya vale de tanto evangelizar, hostias, yo canto para mi Dios, y tú si quieres miras y si no te vas.
Las parroquias de barrio han terminado jodiéndolo todo; a mí me parece bien porque, por mucho baldaquino que nos cubra los altares de las nieves africanas, tampoco me gustaba mucho que la naturaleza se quedara sola en el río los domingos por la mañana. No sé por qué, pero siempre he querido tener un órgano de tubos largos en el jardín de mi casa.