Son las siete de la tarde y estoy
en la bañera con una copa después del trabajo; me he tomado otras dos antes. El
agua está muy caliente aunque es verano. Juego a lanzar hielos al agua
hirviendo, como quien alimentara a un pez transparente, y trato de recuperarlos
antes de que sea demasiado tarde. Como estoy ya algo borracho no acierto y el
hielo se disuelve todas las veces antes de pescarlo, se me está calentando la
copa a base de alimentar la panza del desagüe. Junto al vapor sobrevuela el
saxofón de Wayne Shorter y la ventana abierta se lo lleva todo como otro
desagüe fractal en la misma habitación. Recuerdo el día en que el cansancio
vino a visitarme. El cansancio irrumpe en la fiesta de cumpleaños de uno y ya
no le abandona, le toma de la mano, le chupa la linfa y le promete hijos
aburridos a los que aburrir con historias de la era del entusiasmo. La era del
entusiasmo: eso parece ya algo pasado de moda. Las hermanas de la caridad, ¿han
estado esperando? Durante un tiempo pensé que me esperarían para siempre, pues
era su deber, que mi largo viaje terminaría entre sus brazos repletos de
arrugas y tatuajes deformes. Las hermanas de la caridad se han cansado de
esperar, no les devolví un millón de llamadas y pasaron demasiadas noches
atadas de pies y manos, sedadas por toda clase de violadores. Algún espíritu de
mis entrañas ha caducado, tenía fecha pero pensaba que era inventada. Somos
pequeños y débiles, nos ahogamos con la primera pátina de mierda. A la mañana
siguiente empezamos de nuevo y sufrimos la resaca de las copas calientes que
nos hemos metido: mi corazón de hielo ¿nació para alimentar al peor de los
engendros?
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