Puedo quedarme en vela unas doscientas noches seguidas, con todas sus horas valiosas, una detrás de otra; puedo contar las luciérnagas y apagar la luz de sus morros una a una, manchando las paredes encaladas con zumo de carne y luz. Mis células vuelan desesperadas, como moscas enormes, con la salida imposible un poco más allá de las narices. Se meten en los enchufes con el crepúsculo, crecen nuevas venas desde la esquina de mi salón y floto sobre el tendido eléctrico con el pelo de los huevos erizado. Soy la anguila de la ciudad, que compite por la hegemonía de la luz. Mi cuerpo se ha transformado en una máquina de libertad. En una máquina de expender sándwiches, inexperta. El vuelo de mis brazos y mis piernas para siempre, en el tren que huye de la casa de mis padres, sin tocar el suelo, desde el último vagón al primero, impulsado por los molinos de viento blancos que afean las colinas. En todos los lugares, finalmente, hay electricidad contra la que aplicar un buen chorro, una riada; después ya el chispazo orgánico y será noche cerrada.
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