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Calafateador. Francisco Neiro |
Decido un pequeño homenaje sobre la marcha a todos los escultores del mundo, mi profesión más envidiada. Leo en el periódico que cierra el Chillida Leku, donde peregriné para huir de los pasos con Cristos y apóstoles lastimosos en una Pascua desastrosa de hace ya algunos años. Me entristezco porque caduca para el mundo la escultura de lo invisible, de lo inservible. Llueve esta tarde en Madrid. En mi buhardilla no hay espacio para la piedra, no hay un horno con que soldar, no tengo hachas con las que rebuscar en la madera. Solo tengo periódicos con los que no manchar el suelo, ahora que tengo la nuca húmeda, ahora que mi mente rezuma gotas negras de mercurio. Salgo a la calle donde los cláxon amamantan a las multitudes. Paseo buscando galerías, templos paganos. Durante una hora camino entre titanes de madera de pino mediterráneo, bailaoras, calafateadores pintados por la mano de Leiro, y luego en la calle otra vez, de nuevo abandonado por la madera, camino entre los charcos pensando en invadir los arrozales. Un taller donde dormir, un taller donde ocultarme, un taller donde despertar con toda esa masa pagana mirándome, como un dios-fauno feo, terrible, de las fuentes y los caudales. Y mientras camino de vuelta a casa, otra vez los cláxon... "Esta brumosa mañana de invierno / no desprecies la joya verde entre las ramas / sólo porque es la luz del semáforo".
Et in Arcadia ego.
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