
JAMES ENSOR
Ensor dibuja los soles de Ostende vomitando y a los payasos del mundo orinando de cara a la pared porque la luz tiene un reverso de angustia y una promesa de desaparición que falsea y agota todas las fiestas. Ensor levanta la copa de tinta o de sanguina brindando por el fin de los maleficios y luego la derrama sobre los ojos de los comediantes, el hijo de puta, y al volver en sí ya se quitan las máscaras blancas de demonio negro y se van al Congo a matar niños escuálidos para tener con que reir el resto de sus días. Hay un Cristo que es el de Ensor que es el Cristo entre los demonios, o sea, un Dios que a la vez es tentado y acosado por el mal. Y luego está el hombre, el vecino, la prostituta, el alcalde, que engendran hijos a los que hacen crecer bajo máscaras de fealdad, de infamia, esas que se adhieren a la cara de los recién nacidos y que no se destiñen con el agua de los bautizados. Esas que como en ese cuento chino ancestral terminan dotando al rostro verdadero con la forma de la máscara que sostienen, y ahí es donde Ensor dibuja la duda en cada hombre, en cada mujer: ¿qué máscara, qué rostro me identifica si los astros me observan nauseosos, pero siguen dando vueltas y siempre, siempre retornan?
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