Vuelvo de Noruega con el paladar herido. Me abrasó una ascua de pescado. Ahora hay un trozo de mi piel nadando en el "fiordo de los sueños" donde las algas crecen en remolino junto a los neumáticos de los muelles que amortiguan el costado de los ferries. También entre los coches hay mártires. Algunos están desmembrados y otros llevan familias alemanas unidas a la otra orilla.
Las algas que yo más he visto tienen las ramas gelatinosas cubiertas de bulbos amarillos, que parece que vayan a dar frutos ancladas en los salitres. Ahí en el muelle sentado de Balestrand imaginé a las radios del mundo amanecer con la noticia de que los pescadores noruegos habían hallado "melones y nectarinas de fiordo", frutas de verano para que el cielo gris descanse. No todas las aguas que nutren caen del cielo, y a veces pareciera que este tomara su color del culo azulado de los fiordos o los océanos y no al revés. O sea al revés.
El cielo está ya no sobrevalorado, sino sobrealimentado. Joder, es que el cielo es un panel de zinc sudado porque se ha tumbado alguna negra con las nalgas carnosas y el sol le ha achicharrado los poros. El cielo importa menos cada día, es solo el punto número 3 del esquema del ciclo del agua que nos escribían en las pizarras. Pero es que aquí luce tanto que hemos aprendido a amarlo.
Tengo una vida en constante desequilibrio entre la magnificencia del cielo, donde nunca he estado, y la memoria terruña del topo con la que en realidad ni oigo ni veo. Pero resulta que me voy de viaje y los planos se me vuelven especulares.
Otro día ya si eso sigo escribiendo. Me voy a buscar oro en las columnas de humo de los incendios forestales.
guapo. muy guapo.
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